Ilustración: @itshooneyart

Cecilia Ávila, la “mujer del no” de Yohualichan

En CAMALEONES Magaly Herrrera

PUEBLA, MÉXICO.- No sabe cuántos años tenía el 19 de septiembre de 1985 cuando un terremoto sepultó la Ciudad de México. Ella, entre los escombros, se esforzaba en entender por qué la tierra se agitaba, por qué se abrían grietas en piso y paredes, por qué las piedras de los muros le machacaban los pies mientras huía.

Ahora, décadas después, acaricia las orquídeas que florecen en el jardín de su cocina rural, y perfuma las palmas de sus manos con el aroma a vainilla que hinchen el bochorno de los últimos días del verano. Este ritual que acompasa una vida de lucha también serena su memoria, antes de contar cómo aquel terremoto la hizo volver a Yohualichan, un pueblo apostado en la Sierra Norte de Puebla donde incontables mujeres han salvado su vida con solo escuchar su palabra y observar su ejemplo.

Fotografía: Especial

¡ESTÁ TEMBLANDO!

Hace siete días Cecilia llegó a la capital del país y aún despierta con el sobresalto de la bocina de los automóviles. Los balidos que armonizan las mañanas en Yohualichan quedaron a unas siete horas de la Ciudad de México. La estridencia del tráfico le abruma desde que abre los ojos. Es su primer día de descanso desde que entró a trabajar a una fábrica de costura donde confeccionan sacos a la medida de “hombres burgueses que construyen la historia del país”.

Es 19 de septiembre de 1985 y el reloj, dictador de su nueva vida, le anuncia que faltan 20 minutos para las seis de la mañana. Es tarde para que su amiga Edith González, quien viajó con ella desde la Sierra de Puebla a la capital mexicana a trabajar en la maquila, vaya a cumplir su jornada.

—No quiero ir, Ceci, por favorcito. Déjame quedarme contigo- le ruega con una voz infantil que hiere.

No hay titubeos. Cecilia se enreda en su rebozo y lleva del brazo a Edith a una esquina para que aborde el autobús que le guiará al taller de costura donde el trajín comienza a las siete en punto. Y la consuela diciéndole que mañana podrán abrigarse en ese cuarto donde apenas cabe una cama, la parrilla eléctrica y dos cajas de cartón donde guardan su ropa.

Al volver a casa después de dejar a Edith en la parada, Cecilia llena de agua una cacerola para bañarse y se pierde observando el chorro que abate el fondo del recipiente con la misma fuerza que sus pensamientos: necesita dinero para sanar a su padre que ha quedado tullido en un catre de aquel rincón selvático de Puebla.

Convertida en receptáculo de aflicciones también recuerda cuando miraba el parloteo juvenil a la salida de la preparatoria de Cuetzalan, municipio al que pertenece Yohualichan, donde no podrá ir porque no hay centavos que alcancen para costear un gasto innecesario para las mujeres serranas que, dicen las costumbres, no deben saber más allá del metate, el campo y el telar.

Había dado tres pasos con la cacerola rumbo a la estufa cuando un jalón la llevó al suelo. Mientras las paredes vibraban con más y más fuerza Cecilia pensó que el ayuno le había sorprendido con desvaríos. Nunca había sentido un temblor, ni siquiera sabía de su existencia. Los muros restallaban, el techo en una losa completa se acercaba cada vez más a su cabeza y el polvo no la dejaba respirar. Eran las 7:19 horas del día que un terremoto de 8.1 grados de magnitud cimbró el centro del país.

—¡Salte de ahí, muchacha! ¡Está temblando!- fue un grito al fondo que parecía escucharse en una alucinación.

—¡Te vas a morir! ¡Corre!- otra voz más cercana la envolvió, y de un salto se levantó del suelo para atravesar una pared que se había derrumbado, pero el rebullir de los escombros le atrapó un pie como el hocico de un animal furioso que muerde a su presa y la mastica. Pateó una, dos, tres veces o más con fuerza hasta zafar el pie de la adaraja y escabullirse con la carne molida en el tobillo. Cecilia salió casi ilesa del derrumbe de su vecindario.

Las yemas de sus dedos sobaban su piel magullada mientras enfocaba el derrumbe del lecho de concreto que dos minutos antes imaginó como un animal que la engullía. La barahúnda de una ciudad en ruinas le ensordeció antes de caer en llanto y las lágrimas que se precipitaron sobre sus mejillas la hicieron reaccionar.

—¡Edith! ¡Mi hermana Edith!- gritaba. Su voz era un eco que se desvanecía entre otras voces, lamentos y sollozos que colmaban las calles. Se creyó muerta, un cuerpo más entre otros que apenas si respiraban.

Las siguientes horas no llegaron vacías.

La bulla de las sirenas era constante como el cacareo de los gallos en Yohualichan a las tres de la mañana. Sentada frente a los escombros descansaba los pies adoloridos, hacía frío y el sereno le humedecía la ropa.

A lo lejos su nombre pasó de una voz a otra en un grito hasta llegar a sus oídos:

—¡Cecilia Ávila! ¿Aquí está Cecilia Ávila de Puebla?

—¡Aquí estoy! ¡Soy yo!- respondió

Un par de rescatistas aparecieron entre el tumulto cargando una “momia” sobre una camilla manchada de sangre.

—¿Es tu familiar Edith González?

—Sí, es mi hermana- pronunció antes de desplomarse en llanto cuando le entregaron el cuerpo herido de su amiga.

Inmovilizada en un vendaje de primeros auxilios Edith despertó un par de horas después de llegar al cuidado de Cecilia, y antes de contar cómo y dónde la habían hallado preguntó a su amiga una y otra vez si es que era verdad que estaba viva. Sí, lo estaba.

Edith sobrevivió porque cuando el taller comenzó agitarse hasta reventar sus paredes y tronchar los pilares que sostenían el elevador, único acceso al cuarto piso donde maquilaban, sintió terror de morir debajo de las piedras donde nadie la encontraría. Entonces decidió morir de otra forma: corrió hacia la ventana y saltó lo más lejos que pudo mientras la fábrica se desmoronaba a sus espaldas.

Un hilo de casualidades armonizó el paso de un autobús que atrapó en su toldo el cuerpo escuálido de Edith y lo arrastró fuera del centro. Cuando el chofer se sintió a salvo del golpe que había escuchado sobre su unidad, se asomó para rectificar el daño y descubrió que no había sido una piedra o un trozo de metal, sino una mujer.

Sólo el chofer y Edith fueron testigos de la hazaña. Y también Cecilia que suministró agua revuelta con medicamentos en un gotero a la boca de su amiga. Así, durante 15 días, rebozó con ungüentos y limpió con gasas las heridas que se ocultaban debajo del vendaje hasta que uno a uno fue descubriendo su piel amoratada.

Ambas fueron las únicas sobrevivientes, por casualidad o milagro, de 300 costureras que murieron en ese taller, entre piedras, máquinas de coser, varillas, hilos, cemento y telares donde hilvanaban sacos sin parar de 7:30 de la mañana a 8:00 de la noche en un edificio del Centro Histórico de la Ciudad de México.

Un mes después se sabría que el terremoto derribó 300 talleres de costura de 800 que operaban en el centro de la ciudad y la zona de San Antonio Abad bajo múltiples abusos, lo que dio origen al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria de la Costura, Confección, Vestido, Similares y Conexos 19 de Septiembre.

Edith sobrevivió y Cecilia renació en aquel testimonio. Si su amiga había arriesgado la vida para morir de otra forma, ella estaba lista para emprender el regreso a su tierra y cambiar su historia.

Fotografía: EsImagen

JUSTICIA, EQUIDAD Y DIGNIDAD

El centro ceremonial Yohualichan, casa de la noche, se construyó 200 años después de Cristo, rodeado de cavernas profusas entre las montañas selváticas de la Sierra Norte de Puebla. Directriz de la agricultura regional, este sitio fundado por la cultura totonaca y más tarde dominado por los aztecas hoy es tierra de nahuas, hablantes de la lengua náhuatl, hijos de Quetzalcóatl.

Palmo de tierra sagrada a la que conducen trochas colmadas de helechos arborescentes en peligro de extinción y orquídeas terrestres que elevan sus tallos hasta mostrar sus corolas blancas que parecen flotar como mariposas sobre la yerba, los paisajes de Yohualichan propalan abundancia en medio de un bochorno que se funde con la pringa de todos los días y una neblina constante que rige la precisión del tiempo en el campo.

En este pueblo de casi 800 habitantes los hombres se levantan con la aurora y el aroma a café caliente para el cuajtatiloyan, práctica de producir en el monte. Chapean las laderas, limpian las matas de café, cortan la pimienta y siegan los brotes del algodón con el que las mujeres hilan sus prendas.

Aquí las niñas se adiestran los diez primeros años de su vida frente al fogón: recogen leña, echan tortillas de maíz, preparan café y cocinan quelites. Aprenden la vida del campo, los tiempos de siembra y de cosecha, y están “listas” cuando saben pizcar el algodón para convertirlo en hilos que trenzan en el telar para hacer huipiles y bordarlos de colores. Entonces ya podrán enfrentar el matrimonio, la maternidad y el azote de una vara cuando a juicio del esposo se cometa una falta.

Cecilia Ávila volvió a su tierra no para el desposorio sino para la justicia, la equidad y la dignidad de su trabajo frente al telar. Ella no lo sabe y por eso no lo dice, pero cada una de las decisiones que ha tomado en su vida son una protesta victoriosa porque otras mujeres la observan, la siguen y se hacen libres.

Orgullosa de su indumentaria bordada a mano por ella misma con los colores vivos del paisaje robusto que observa cada amanecer, visita a las mujeres artesanas para hablarles de equidad de género, derechos humanos y el respeto a los pueblos indígenas.

Las mujeres de su comunidad la escuchan y aprueban cada palabra como un sueño inalcanzable, aunque después algunas la evitan, otras le ofrecen visitarla “algún día” cuando sus esposos les concedan permiso, y en menos de un mes están con ella para trabajar en el comercio de sus bordados. Pitonisa de la voluntad de las mujeres que tienen miedo, sabe el momento preciso en el que tocarán a su puerta con la decisión de vivir con dignidad.

Fotografía: Especial

TEJEDORAS EN FLOR

Cecilia y Edith regresaron a Cuetzalan quince días después del terremoto con una historia que conservaron como un secreto para no afligir a sus familias. Volvieron con el dinero de la caridad de sus vecinos para ocultar que la maquila en la que trabajaban se había desplomado y con ella “el hombre de ojos verdes” que las contrató, sin que obtuvieran indemnización alguna.

Las dolencias de su padre enfermo persistían y el dinero era tan escaso como los argumentos del regreso de Cecilia a su casa, por eso viajó a la ciudad de Puebla a trabajar ocho años como empleada doméstica.

Frente a la mirada de su comunidad Cecilia murió, porque una mujer que abandona a su tierra desconoce su identidad. Así lo dictan las tradiciones de un pueblo que guarda un culto idolátrico a las costumbres donde los hombres trabajan y las mujeres se guardan, obedecen.

Cecilia, la mujer a la que “mal mira” Yohualichan, fortaleció su corazón en la ciudad, llenó su cabeza de murmullos que le enseñaron que organizadas podían obtener recursos para emprender proyectos. Volvió cada semana a su tierra con una nueva versión de sí misma. Era otra, más fuerte, despierta y convencida de que su escuela estaba afuera y su enseñanza la replicaría en su territorio.

Así surgió Maseual Siuat Xochitajkitinij, Mujeres Indígenas Tejedoras en Flor, un lugar donde las mujeres bordan con hilos multicolores de algodón que ellas mismas siembran, las camisas, huipiles y cintos que sostienen sus faldas plisadas, así como colchas, cojines, corbatas, collares, pulseras, manteles y rebozos.

Ellas calcularon el precio de la siembra, fueron ellas las que estimaron el costo de la mano de obra en el campo, los días de exposición del algodón que cambia su tono blanquecino a café con el sereno en noches ausentes de lluvia. Sí, fueron ellas y sólo ellas quienes fijaron el precio de las horas hincadas frente al telar y el diseño de sus bordados que surgen de su imaginación para dignificar el valor de sus artesanías.

Primero fundaron su tienda de hilos y prendas Chihuanime (personas que hacen de todo), después vino la cocina rural Ticoteno (en la boca del fogón) y finalmente un hostal con diez habitaciones donde los huéspedes contribuyen al sostén de un centenar de mujeres de la localidad que hoy conocen y ejercen el poderoso resultado del respeto a sí mismas.

Fotografía: EsImagen

LA DESOBEDIENTE

Cecilia Ávila, la desobediente, líder de las “mujeres del no”. Su palabra es vórtice en la aldea. Después de sobrevivir a un terremoto dijo que era momento para dejar de asentir. Las mujeres dirían que no a la violencia, al trabajo forzado, a la venta barata de sus artesanías, a la depredación del medio ambiente, a la enseñanza del matrimonio por costumbre, a todo aquello que fuera contra su voluntad. Serían libres de negarse a la añeja costumbre de la obediencia sin sentido.

La organización de tejedoras crecía y sus diseños se imprimieron en un catálogo con la marca de Chiuanime que alcanzaron a ser revisados por tiendas como la cadena hotelera Sheratton.

Ir de un lugar a otro como hilos en la urdidera, condujo a un grupo de mujeres a “tejer” una organización más sólida donde cada día llegaban nuevos elementos a exponer a la venta sus artesanías. Detrás de cada prenda había una historia de violencia que se superaba diezmando los hilos de izquierda a derecha hasta concluir un lienzo digno de su admiración.

Por Maseual Siuat han pasado un centenar de mujeres. Otras más, Cecilia no sabe cuántas, han replicado su historia.

Fotografía: EsImagen

EMBAUCADORA DE MUJERES

Debería llamarse “Victoria” pero en los pueblos de la Sierra Norte de Puebla la nombran “embaucadora” de mujeres que hoy se oponen al matrimonio como un intercambio de mercancía.

La culpan de romper la tradición que rige la construcción de un pueblo de aquello que llaman “buenas costumbres”, donde las familias acuerdan el matrimonio de desde la infancia, donde los padres visitan la casa de la niña que buscan desposar con un varón que no conoce y llevan canastos colmados de semillas, carne y aguardiente. Si la ofrenda es suficiente acuerdan el casorio.

A partir del acuerdo el trabajo de la novia será cuidar el algodonero para obtener los hilos con los que zurcirá su vestido nupcial. Pueden pasar años para que el lienzo por fin alcance la lozanía que merece la ocasión, y durante los meses del sosiego frente al telar los futuros suegros llevarán cada semana raciones precisas para saciar el dispensario familiar de todos los habitantes de la casa donde vive la futura esposa. No hay marcha atrás, llegará el día del jolgorio. El arrepentimiento no es una opción porque la familia de la prometida tendría que devolver en pesos el costo de la dote que les fue suministrada por meses o por años.

Mejor decir “no” desde el principio, les enseña Cecilia, porque una mujer puede aprender desde niña que toda aquella preparación también conduce a la autosuficiencia individual. Es una elección de muerte. Morir para el amor y quizá para la familia.

Pero primero hay que buscar esa “muerte” para mostrar que no todo está perdido. Cecilia lo experimentó a sus 29 años, cuando ningún hombre de sus latitudes quiso a esa mujer que sabía del campo, del telar y la cocina, pero instruida en la equidad de género y el respeto a los derechos humanos. A la no violencia.

Eligió ser madre de Gregorio y Acitlali sin casarse. Halló en un hombre al padre de sus hijos pero no a un esposo, porque el día que quisieron casarla asistió al juzgado para no pagar una multa de nueve mil pesos y enfrentar al juez con sus razones: quería ser madre pero también ser libre. Si no era digna de ser amada, tampoco se hundiría en la azarada del desprecio o la sombra del encierro.

Ganar esa batalla le costó perder la gracia de su padre. Cecilia obedeció la instrucción de irse de casa. No había llegado el séptimo día fuera del techo familiar cuando sus dos hermanas, su madre y una tía se apostaron afuera de la cooperativa rural donde trabajaba para rogarle que volviera. Y fueron a más: iniciaron una huelga de hambre en la que nadie comió por una semana, ni siquiera su padre a quienes le negaron las tortillas y el pan con el objetivo de que rectificara su posición de reprenda hacia la mujer que había llenado su casa de virtudes y no de vergüenza como el resto de los hombres, incluyendo a su padre, lo creía. Ella volvió, tuvo a su hijo, pero la palabra del hombre que también le había dado la vida le fue negada durante tres años.

No hay justa social ni moral que Cecilia enfrente sin gallardía, salvo la batalla de silencio que le ofreció su padre.

—Perdí. Fue la primera vez que perdí- murmura entre lágrimas.

Habían pasado tres años de ese sigilo entre padre e hija cuando un sacerdote llamó a la familia a la reconciliación, y encargó en los brazos del abuelo a ese nieto que había negado porque se concibió fuera del matrimonio. El hombre miró el rostro infantil de Gregorio y lo llenó de besos. Lloró y pidió perdón. Lo colmó de todas las palabras que le negó desde que abrió por primera vez sus ojos en esa casa con aroma a café, canela y pimienta. Así recuerda Ceci el aroma a la felicidad de sus días. La mayor de todas sus victorias: en su propia casa.

 

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