Fotografía: Especial

Jacinta Hernández, mujer que desafía las alturas y vuela

En NACIONAL Magaly Herrrera

PUEBLA, MÉXICO.- Para las mujeres indígenas que ruegan  a Dios que llueva para la buena siembra, danzar volando es un don. La danza de “Los Voladores” en la población de Cuetzalan, en el estado central de Puebla,  dejó de ser exclusiva para los hombres y dio abrigo a las danzantes en uno de los rituales prehispánicos más antiguos de México.

La danza de  “Los Voladores de Cuetzalan”  fue concebida como un ritual para pedir la mejor cosecha; sin embargo, sólo los hombres danzaban sobre el tronco de 30 metros de altura, desafiando el equilibrio, en esta ceremonia.

Hace más de dos décadas Jacinta Teresa Hernández solicitó por primera vez a los danzantes de su comunidad le permitieran sumarse a las plegarias danzando desde lo alto, pero tuvieron que pasar años para que unas cinco mujeres se lanzaran por primera vez al vacío, sostenidas sólo por una liana atada en su cintura

“Es un don ser  ‘voladora’ porque es algo con lo que yo nací; es un privilegio”, dice Jacinta, quien ha hecho de esta danza un oficio de vida y que lo ha llevado a mostrar a festivales internacionales en Francia, África, Madagascar y España.

EL RITUAL

Cinco mujeres danzantes vestidas con trajes de terciopelo rojo en representación de la sangre que ofrendan a los dioses, suben por un tronco de unos 30 metros que meses antes eligen, salen  a cortar al bosque y lo hincan sobre la plaza principal.

El tronco se coloca sobre un ave que bañan en aguardiente y ofrendan en sacrificio a los dioses.  Sobre el “palo sagrado” se improvisa una escalinata de trozos de madera para ascender hasta la punta. Cada danzante representa los cuatro puntos cardinales: norte, sur, este y oeste. Y un caporal o líder del grupo se recrea como el Sol.

Para Gustavo Paula, un joven indígena de 20 años, ver mujeres danzar sobre la estructura de un metro que se instala en la punta del “palo sagrado” es unión: “todos tenemos el derecho de pedir por nuestra comida y Dios no ve mujeres ni hombres, ve pueblos que piden por la vida”, dice.

Pero a Reina Bautista, una danzante de 17 años, le fue difícil ofrecer su danza en el vuelo, cuenta en entrevista: “mi familia se asustaba y no quería que me lanzara desde lo alto porque creían que podía morir, pero les dije que ser danzante voladora a mí me aproxima más a Dios”.

En la zona arqueológica Yohualichan (Casa de la noche, en náhuatl) en Cuetzalan, Jacinta, Reina y Gustavo saltan hacia atrás sujetos de un lazo en la cintura que anudaron una vez que llegaron hasta la punta.

Enfundados en sus trajes rojos y con camisas blancas en representación de la pureza, con pequeños gorros sobre la cabeza que simulan penachos en forma de luna, el pueblo y los paseantes no distinguen género, sólo observan con asombro su valor.

Suspendidos en el aire giran cuatro danzantes en forma de rehilete y dan 13 vueltas hasta sumar entre todos los 52 giros que equivalen al tiempo de aparición de un nuevo sol, según el calendario prehispánico de México, explica Marcos Valdéz, el caporal.

Mientras ellos danzan en el aire con los brazos abiertos, el quinto danzante zapatea sobre una superficie de 30 centímetros al ritmo de la flauta y el tambor. Danza y toca el tambor el “son del vuelo”.

EL CENTRO, EL SOL

Jacinta Teresa tiene hoy 41 años. Han pasado 31 años desde su primera experiencia como danzante. Una vez voló 24 horas en avión rumbo a Europa y  tuvo miedo, comenta.

“Yo prefiero estar en un palo que en un avión. Lo que hace el hombre se destruye;  lo que hace Dios está bien puesto y para mí el palo sagrado está bien puesto. Es la base, es centro, es el Sol”.

Jacinta le teme a las alturas, confiesa, pero danzar como “voladora” sin nada más que una liana amarrada a su cintura la hace olvidarse de todo. “Si subo a una casa de tres pisos y me asomo al balcón, las rodillas me tiemblan, y cuando estoy en la danza me siento segura (…) Yo siento que soy como el viento y nadie me puede detener”.

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