Fotografía: Especial

El affaire Dresser o la pérdida de legitimidad de las élites

En ESPECIALES Alejandro Badillo

Recuerdo, hace ya algún tiempo, una de las manifestaciones más curiosas del llamado Frente Nacional Anti-AMLO (FRENA). A bordo de sus autos, desfilaron por las calles de algunas ciudades del país. Por los reportes periodísticos, las caravanas no debieron ser nutridas. Sin embargo, quedó para el registro las imágenes de gente adinerada usando, por primera vez en su vida, el derecho a la libre manifestación. Por supuesto, para la gente que no tiene auto para manifestarse, los que históricamente protestan en la vía pública porque es la única tribuna que tienen, salir a las calles a gritar contra el gobierno entraña muchos riesgos. No falta recordar el 2 de octubre del 68 para entender el significado que tiene la manifestación en el imaginario popular. Por esta razón, las caravanas motorizadas fueron, para muchos, un recurso innecesario, pues su opinión está representada, de forma mayoritaria, en la prensa y los medios de comunicación corporativos.

Hago este recuento para hablar del incidente que vivió el domingo pasado durante el aniversario del 2 de octubre la politóloga y columnista del diario Reforma, Denise Dresser. La intelectual, por los videos que han circulado en las redes, fue increpada por un grupo de manifestantes en la plancha del Zócalo de la CDMX. Escoltada por un grupo de periodistas amigos de ella y algunos activistas, tuvo que retirarse de la concentración ante el repudio de la mayoría. Como es previsible, en las redes sociales abundaron comentarios que defendían la posición de los manifestantes y, por otro lado, aquellos que señalaban la agresión a la periodista y la violación a su derecho a la libre expresión.

Lo que me interesa reflexionar, más allá de la coyuntura del domingo, es la percepción que tiene la gente de a pie acerca de la élite del país. Si dejamos a un lado la teoría del complot, es decir, la idea de que la gente se había puesto de acuerdo de antemano para emboscar a Dresser, tenemos una reacción espontánea que, simplemente, encontró en ella la diana perfecta al ser representante de la minoría que monopoliza la opinión pública y, por supuesto, comparte la mesa con los más poderosos del país.

Es cierto, como afirman algunos periodistas, Dresser ha participado, desde hace un par de sexenios atrás, en marchas ciudadanas. Sin embargo, me parece, eso no es suficiente para que ella comparta el mismo espacio vital y la misma realidad social de la población vulnerable que, en el papel, defiende. Al final del mítin –cualquiera que sea– ella regresará a una vida que la mayoría de mexicanos ni siquiera puede imaginar: viajes a Europa, comidas en restaurantes de lujo, atención médica de primer nivel y, sobre todo, conexiones sociales cuando el dinero no es suficiente. También, por supuesto, no corre los riesgos de aquellos que no son figuras públicas.

¿Esta situación es un impedimento para que ella, como cualquier mexicano en uso de sus derechos, se exprese en la vía pública? Claro que no. El punto es que, más allá de la pertinencia de sus argumentos en debates puntuales, ella pertenece a un grupo que está perdiendo la legitimidad –la narrativa que lo justifica– en un entorno en el que la desigualdad es cada vez más dramática. Ella sólo comparte con los manifestantes la nacionalidad y el idioma. Más allá de eso, los que la confrontaron en el zócalo tienen más vínculos con otras personas en países del Sur Global o en los barrios populares del mundo desarrollado que con la escritora. Esa gran diferencia erosiona cada vez más el llamado tejido social y polariza la convivencia. El famoso “resentimiento” de los de abajo hacia los de arriba, usado por la élite para demonizar cualquier crítica a sus privilegios, es –como apuntó recientemente el escritor chileno Diego Zúñiga– un ejercicio de memoria para no caer en los espejismos de la meritocracia y asumir, todo el tiempo, que no somos iguales a los que monopolizan el poder aunque usen diferentes disfraces: el paternalismo, la filantropía o el activismo de los bien intencionados que, en el fondo, no les interesa cambiar un sistema que los ha beneficiado por generaciones.

 

 

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