Fotografía: Oscar Morales / EsImagen

El apocalipsis como ideología

En ESPECIALES Alejandro Badillo

Hace unos días un amigo compartió en sus redes sociales el ensayo “La sociedad de la vida” publicado recientemente por el intelectual francés Jacques Attali. En el texto, el escritor revela siete amenazas para la humanidad. Para quien no viva en una caverna, no son extrañas las inquietudes de Attali: colapso climático, escasez energética, disolución social, entre muchas otras. Estos jinetes del Apocalipsis –ahora transformados en lamentables lugares comunes– aparecen como elementos fijos en el horizonte de todos los días. Sin embargo, hay algo curioso, “La sociedad de la vida” no termina en el diagnóstico sino que continúa, en su segunda parte, con una serie de propuestas para preparar a la sociedad ante los escenarios que ya estamos viviendo y que se agravarán con el paso del tiempo.

Para vivir feliz, no necesitas meterte nada

Ahora bien: ¿por qué mi amigo se sintió tentado a copiar las siete amenazas y dejar a un lado las propuestas de Attali? ¿Por qué, en su entrada en Facebook, puso “todo indica que el mundo, como lo conocemos, está destinado a perecer” y por qué, después, tituló su transcripción “La fatalidad de los humanos? Me parece que mi amigo, simplemente, se está dejando llevar por el canto de las sirenas apocalípticas que, una y otra vez, aparecen en los medios advirtiéndonos que todo está por acabar y que estamos por vivir aquellas cosas que vimos en el cine de desastres made in Hollywood. Una vez que hemos llegado a algunos límites sociales –experimentados de una manera desigual por la población mundial– la narrativa que antes prometía éxito financiero y utopismo tecnológico, ahora se encarga de gestionar el desastre en sus propios términos. Este discurso repite, todos los días, que no hay nada por qué luchar y que viviremos, durante los próximos años, en una distopía en la que tendremos que ir hasta el límite para salvar el pellejo.

La eterna conjura nazi

Me temo que la aceptación acrítica de esta narrativa tiene que ver con la incapacidad de pensar fuera de los límites del capitalismo global y del dogma del libre mercado. Finalmente, es una perspectiva totalitaria o, al menos, maniquea: si el camino del progreso y del llamado desarrollo no ha funcionado y nos acercamos, cada vez más, al colapso, entonces tomamos posiciones no sólo deterministas sino optamos por clausurar el juego y culpar a la raza humana de todos los males que nos están llevando al abismo. Algunos van más allá y describen algún gen del mal en los humanos, una especie de interruptor que lleva implícita nuestra autodestrucción. Como personajes de una tragedia griega estamos condenados, de antemano, por los dioses. Parecería que nos gusta meternos en la piel del agente Smith, en la película Matrix, cuando afirma que los seres humanos seguimos el mismo patrón que un virus y que, por lo tanto, somos una enfermedad para el planeta. Este tipo de pensamiento no solo clausura cualquier esperanza sino que conduce a posiciones ecofascistas.

La «sociedad de la vida» como concepto estratégico

En el ensayo de Atalli, como decía, hay más que fatalismo. En el resto del artículo, que contrasta con la lista de amenazas de la primera sección, propone orientar la economía hacia los bienes que aseguren el futuro de las generaciones más jóvenes. Afirma, también, que para lograr esto “el marco estratégico no puede ser el liberalismo, que sólo llevaría a abandonar nuestro destino a las leyes mortales del mercado”. La crítica al capitalismo global como un sistema obsoleto –retomadas incluso por científicos vinculados con diferentes organismos de la ONU– no es muy bien aceptada por personas que no son capaces de pensar fuera de la caja. La disonancia cognitiva es tal que muchos prefieren pensar en el fin del mundo antes que imaginar un escenario en el que las crisis, en apariencia irresolubles, puedan detonar nuevas formas de organizarnos que no estén sujetas a las coordenadas del pasado sino que usen la memoria para empezar algo nuevo. Esta movilización que, por supuesto, no será fácil y que irá en contra de todos los paradigmas que nos vendió la globalización, es un terreno escabroso, pero necesario. Antonio Gramsci decía que la crisis consiste cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Este limbo es, precisamente, en el que estamos. Sin imaginación y sin poner en jaque nuestras ideas, será difícil salir de la oscuridad que plantea esta época.

 

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