Fotografía: Magaly Herrera

Vivir una tragedia para recoger una victoria, la misión de un niño migrante

En ESPECIALES Magaly Herrrera

PUEBLA, MÉXICO.- En el invierno de 2018 llamaron a Hernán a una comunidad rural de su natal Honduras a compartir con jóvenes su mayor logro espiritual: perdonar al hombre que diez años atrás irrumpió a su casa, y frente a su madre y hermanos mató a su padre. En medio del júbilo por tal testimonio, la mujer que orientaba el encuentro presagió: “viajarás a tierras desconocidas y Dios probará tu fe. Tu palabra será usada, resistirás dolor pero tu victoria será infinita”.

Siete meses después de aquel campamento, Hernán revivió su historia en la cocina que compartía con 17 menores en la Casa del Adolescente Migrante en Puebla, México, un modelo único en el país que resguarda a niños y niñas rescatados por el Instituto Nacional de Migración en distintos operativos en el estado.

Y el alborozo de aquél momento estalló en una predicación hacia los niños y niñas que viven ahí de forma temporal sin entender por qué se han quedado solos en un país que no es el suyo.

“LA SUERTE NO ME SIRVE”

El 12 de junio de 2018 Hernán viajaba con su familia rumbo a una playa. Se disponían a pasar un fin de semana para celebrar el cumpleaños de su madre, cada vez más desanimada por una viudez insuperable y que sumaba todos los rasgos seniles cuando apenas estaba por cumplir 51 años.

Aquel viaje que tenía el propósito de abonar a una recomposición familiar fue interrumpido por la presencia de un grupo armado que secuestró el camión.

Engallados por los rifles que recargaban en los antebrazos, apuntando a la cabeza de los viajeros, un par de hombres encapuchados arrastraron a Hernán por los pasillos del autobús, y lo aventaron a la batea de una camioneta mientras su madre rogaba que no se lo llevaran.

En un intento por forzar la memoria, Hernán no recuerda más que el llanto lejano de la mujer y el de sus dos hermanas pequeñas que le acompañaban. Aturdido por el zangoloteo tampoco supo si a ellas también se las habían llevado, o si otros pasajeros formaban parte del secuestro.

Hernán pasó varios días en la batea recubierta de una camioneta que sus captores manejaban con impericia. No había forma de contar los días y las noches porque el joven que apenas estaba en proceso de recomponer su fe viajó con los ojos vendados durante  un prolongado y silencioso tiempo en el que sólo aspiraba un olor a gasolina fresca y tibia sobre el suelo de lámina oxidada.

El vehículo andante que le cargaba se detuvo de forma imprevista y el rechinar de la portezuela trasera al abrirse le paralizó del miedo. De la misma forma que fue arrancado del asiento que compartía con su madre en aquél autobús hondureño, Hernán sintió un violentó jalón que le arrojó al asfalto.

Apenas escuchó el estruendo del motor que aprendió a reconocer sobre los doce días que duró su cautiverio ambulante, se llevó las manos a los ojos para retirarse el trapo maloliente de los ojos, remojados aún con gasolina.

Era un 24 de junio. Estaba vivo y libre, pero no reconocía su entorno.

“Pregunté a una señora que dónde estaba y me respondió que en Tehuacán (Puebla). Le escuché hablar diferente pero no sabía que había llegado a México. Luego corrí hacia una patrulla pero también era diferente a las que hay en mi país y pregunté a la policía que dónde estaba, que qué día era. Me dijeron que en Tehuacán. Ahí les conté que me habían secuestrado en Honduras y que no sabía cómo regresar a mi país”.

Hernán confiesa que sus captores le daban de comer y que nunca lo golpearon, “pero yo siempre les bendecía para que no me hicieran nada”, narra con aplomo poco frecuente en un niño que recientemente cumplió 16 años.

El relato de Hernán ha captado la atención de varios niños y niñas que se anidan a nuestro alrededor para escuchar una hazaña contada con la prolijidad de un cuentista.

Edwin, un niño de agricultor de 16 años que trabajaba en los campos de maíz en San Marcos, Guatemala y que detuvieron en Puebla cuando viajaba rumbo a Chihuahua, lo interrumpe conmovido casi hasta las lágrimas, dice que tanto Hernán como él tuvieron suerte.

Pero Hernán le corrige: “La suerte no me sirve, a mí Dios me salvó de que me mataran”.

“QUIERO QUE ME DEPORTEN”

Hernán casi tiene lista la masa para el pastel de carne, un platillo hondureño que compartirá con todos en el albergue mexicano, y antes de retirarse a comer confiesa: “Cuando los hombres que me secuestraron me dijeron ‘hasta aquí llegaste’ pensé que me matarían como a mi padre y tuve mucho miedo, pero cerré los ojos y llamé a Dios”.

Y con una sonrisa más amplia sigue: “no me dio tiempo de renegar de él (Dios) porque me aventaron a la calle y se fueron. Ahora sólo quiero que me deporten porque como Job en La Biblia, yo también resistí y nunca me revelé, y solo quiero llegar vivo con mi madre para recoger mi victoria”.

 

 

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