Hace unos días, en la ciudad de Puebla, se anunció la aplicación de multas para los autos que excedieran el límite de velocidad (30 y 50 kilómetros por hora en una buena parte de las vialidades). El reglamento ya existía, pero nunca se había multado a los conductores. La gente –ignoro en qué cantidad– comenzó a inconformarse en los medios y en las redes sociales.
Después de pocos días, el alcalde anunció que las multas se suspenderían indefinidamente porque había escuchado a los ciudadanos. Los activistas a favor de la medida no cabían en su asombro: ¿Cómo es posible que una medida, respaldada por la ciencia, que iba a disminuir drásticamente los atropellamientos, accidentes y muertes viales, fuera rechazada por un sector de la población?
Un auto que va a una velocidad máxima de 30 o 50 kilómetros por hora tiene escasas probabilidades de matar a un peatón y los activistas, constantemente, comparten en sus redes sociales estudios de caso, experiencias en otros países, legislaciones, experimentos urbanos y recomendaciones de organismos internacionales. Sería una locura estar en contra de eso.
Entonces ¿por qué la gente que tiene tribuna en la sociedad –la escasa clase media y la alta– se opone a prácticas propuestas por los expertos en el tema que, en el papel y en los cálculos, están destinadas a beneficiar a la sociedad? Por supuesto: una parte de la respuesta tiene que ver con el individualismo promovido, desde hace décadas, por el capitalismo.
En busca del éxito y confort personal, podemos pasar, tranquilamente, sobre los derechos y la seguridad de otros. Sin embargo, hay algo más: el convencimiento pasa, ahora, por una narrativa que pueda apelar a su público objetivo. Se trata de hacer política, claro, pero también se tiene que aceptar que la gente es cada vez menos susceptible a los datos.
Estamos en una época en la que la verdad se diluye con la ficción y este terreno fangoso es útil para convencernos de lo que queramos convencernos. Vivir en una burbuja, como sucede con la clase empoderada del país, la hace inmune a la cruzada de los expertos que repiten que no tiene que contaminar o conducir a exceso de velocidad. En esta discusión, como suele suceder, queda excluido el resto de la población cuyas acciones, sencillamente, no tienen las consecuencias que sí tienen las protagonizadas por la élite.
Un habitante de una colonia sumida en la pobreza no tiene los recursos para pagar un auto y su modelo de consumo no se acerca al de los sectores privilegiados. Por supuesto: ellos son los peatones en peligro, los pasajeros en el transporte público siempre riesgoso, pero, al mismo tiempo, son aquellos cuyas vidas no son beneficiadas por las políticas públicas de avanzada –sobre todo a nivel municipal–, acciones que se concentran en los barrios residenciales, centros históricos y lugares turísticos. Nunca he visto una ciclovía en una colonia de la periferia ni, tampoco, campañas para la conservación de parques y zonas arboladas.
Lo marginal se amontona en las zonas que no forman parte del debate público porque sus habitantes no tienen tribuna en la lucha por democratizar el espacio común. ¿Ellos se beneficiarán, a final de cuentas, con propuestas como la disminución de la velocidad de los autos en algunas zonas de la ciudad? Sin duda. Pero escucharlos quizás contribuiría a mirar la problemática de la seguridad vial desde una perspectiva más amplia.
Por ejemplo: obligaría a la élite y a los mismos activistas a considerar la urbe como un todo, es decir, introducir en el análisis las perniciosas dinámicas laborales que influyen en la movilidad de los trabajadores; la gentrificación de los centros históricos; la precarización laboral que obliga a la gente a aglomerarse en colonias que no tienen las condiciones mínimas para generar comunidad y, por lo tanto, afectan directamente las dinámicas sociales de las ciudades aún en expansión, como Puebla.
Sólo considerando todos estos factores se podrá hacer suficiente presión para que la discusión sobre límites de velocidad trascienda lo técnico e involucre la crítica al diseño de las ciudades y cómo un sector privilegiado no sólo acapara el espacio público sino que, a través de la misma desigualdad económica que los ha beneficiado afectan –incluso estando del lado de los activistas– a la gente que siempre pierde.