Desde hace unos meses hemos escuchado este eslogan en la campaña contra las drogas del gobierno federal. Lo primero que vino a mi mente, la primera vez, fue acotar la frase entre signos de interrogación: ¿Para vivir feliz, no necesitas meterte nada? Pensé que, en realidad, nos metemos de todo para ser felices o, al menos, intentar sobrevivir en un mundo violento, agresivo y cada vez más peligroso. ¿Qué nos metemos? Nos metemos la idea de que debemos ser productivos, que nos debemos esforzar para cumplir nuestras metas y llegar al límite para alcanzar las utopías de la sociedad meritocrática en la que vivimos. Tomamos cursos de superación personal para “arreglarnos” a nosotros mismos en lugar de cuestionar el sistema que nos agota cada vez más. Además de los estímulos mentales, siempre podemos recurrir a las drogas de rendimiento como el café y, claro es´ta, bebidas energéticas que venden, sin mayor regulación, en muchos comercios. Por supuesto, en el mercado negro se pueden conseguir estimulantes más agresivos.
¿Cuál es el problema de la campaña gubernamental? El estigma al que recurre: en uno de los spots de radio, el locutor pone dos ejemplos. El primero tiene que ver con los trabajadores explotados que recurren a las drogas para rendir más; el segundo censura –como si fuera un pecado– que los jóvenes busquen “placer” en las sustancias ilegales. La narrativa del spot nunca plantea una solución para el primer ejemplo. Es decir: simplemente señala la situación de los trabajadores como un destino irrenunciable. Tendríamos –para no recurrir a las drogas– que evadir la precarización y, así, no acabar en el mercado de los jornaleros, obreros en maquiladoras y demás labores que destruyen cuerpos y mentes. El ejemplo que censura el placer es aún más problemático por la moralina que rezuma: los jóvenes tienen prohibida cualquier exploración lúdica con las drogas, pero tienen entrada libre –a una edad cada vez más temprana– al mundo de las responsabilidades adultas que, a la postre, los llevarán directamente a la adicción socialmente aceptada.
Otro elemento problemático en la campaña el gobierno es el estigma a los sectores populares. En uno de los spots el mensaje se manda acompañado de un rap. Se intenta imitar, de una manera muy burda, los códigos de ese rango de edad. En otros spots se alude, aunque sea tangencialmente, a personas de barrios periféricos. En ningún momento se retrata la adicción en personas de clase alta. Nunca vemos el tráfico y consumo de estupefacientes en fiestas de algún fraccionamiento lujoso o en las oficinas de ejecutivos bancarios. Esa parte se invisibiliza. El burnout, pandemia en el mundo actual, necesita de diferentes tipos de drogas: desde estimulantes, analgésicos o medicinas para las crecientes enfermedades mentales que sufre la población global. En particular, los opiáceos –sedantes para el dolor de prescripción ilimitada en Estados Unidos– causan la mayor parte de las muertes por sobredosis en ese país. La gente recurre y se hace adicta a estas drogas para lidiar con el dolor que les infligen sus trabajos. En País Nómada: Supervivientes del siglo XXI la periodista Jessica Bruder retrata a los adultos y adultos mayores que trabajan en los almacenes de Amazon. Para sobrevivir a las jornadas extenuantes tienen que comprar diferentes tipos de drogas que son ofrecidas, convenientemente, en comercios que se establecen cerca de los lugares donde los obreros ambulantes estacionan sus caravanas. Esta drogadicción tampoco aparece en las campañas gubernamentales.
En resumen: la forma de abordar el consumo de drogas –al menos en esta campaña– dista mucho de lo que se espera de un gobierno de izquierda, pues se repiten los mismos estereotipos que hemos visto desde el siglo pasado, cuando se inventó el demonio de la drogadicción como un problema de seguridad pública y el tráfico de sustancias ilegales para marcar –desde Estados Unidos– una agenda intervencionista y militar. Es, por supuesto, una aproximación conservadora, digna de cualquier administración anterior que usa de pretexto algunas sustancias que, arbitrariamente, son ilegales, para hacer una progresiva limpia social en los márgenes de las ciudades. ¿Para vivir felices necesitamos meternos algo? Por desgracia, sí: cada vez necesitamos más cosas para ignorar, aunque sea momentáneamente, el ecosistema tóxico en el que respiramos. Sin embargo, ante esta realidad atroz, tenemos un discurso punitivo, paternalista y amarillista.