MÉXICO.- Tras el fallecimiento de Ernesto Cardenal se reproduce el siguiente ensayo acerca del sacerdote revolucionario nicaragüense, a manera de homenaje a uno de los más destacados y entrañables poetas latinoamericanos…
OBSESIVO INDAGADOR DE FORMAS POÉTICAS
“Las convicciones son cárceles”, escribió una vez Nietzsche. Esto vale para casi todas las personas del mundo, pero no para Ernesto Cardenal. Sin las convicciones que ha abrazado a lo largo de toda su vida, su poesía (abundante desde un comienzo, rica en recursos e imágenes, arriesgada, iconoclasta, profunda) habría carecido de la dirección precisa para alcanzar su meta: habría sido una flor exótica, pero solitaria; un manantial fecundo, pero inasible. Ernesto Sabato (1911-2011) llegó a proponer que la única guía de un escritor eran sus obsesiones; en Cardenal éstas tomaron, desde el comienzo, la forma de compromisos.
Su primera convicción es la poesía misma. Esta afirmación podrá resultarle banal a quien considere obvio que un poeta tiene como credo fundamental la labor poética. No lo es, sin embargo. Hay muchos tipos de poetas, y, entre ellos, la mayoría se ocupa poco de reflexionar sobre su estilo y forma: escriben, cantan, crean, incluso innovan, pero se olvidan de preguntarse sobre la pertinencia de lo que hacen, de si el producto de su trabajo artístico propone, en verdad, algo nuevo, algo que valga más allá del resultado inmediato. Ernesto Cardenal fue desde el principio un obsesivo indagador de las formas poéticas.
Influenciado en su juventud por tres grandes poetas hispanoamericanos (Neruda, Lorca y Alberti), buscó muy pronto desmarcarse de su sombra para encontrar una voz propia. A ello contribuyó, de manera decisiva, la generación nicaragüense de poetas (de gran impulso vanguardista) a la que perteneció, conformada, entre otros, por los excelentes poetas Carlos Martínez Rivas, Joaquín Pasos y José Coronel Urtecho. Sobre esa generación, escribió su trabajo de tesis en la Universidad Nacional Autónoma de México, que luego publicaría, con algunas modificaciones, en España, como introducción a su antología de la Nueva poesía nicaragüense.
Pero su hallazgo fundamental fue el de la poesía norteamericana de la primera mitad del siglo XX (T. S. Eliot, E. E. Cummings, William Carlos Williams, Marianne Moore), descubierta gracias a la sugerencia de José Carlos Urtecho. Poco después, como lo indica uno de sus biógrafos, Jesús Mañú Iñagui, estudiando un posgrado de literatura en Estados Unidos (1947-1949), en la Universidad de Columbia, encontró al que, a partir de ese momento, consideraría su principal maestro: il miglior fabbro: Ezra Pound. Gracias a su influencia, dejó atrás el tono nerudiano, lírico y “subjetivista” de sus primeros libros (La ciudad deshabitada y Proclama del conquistador), y se acercó a una poesía más serena y objetiva, de inspiración clásica (dentro de la escuela de Marcial, Catulo y Propercio, hondamente admirados por Pound). De esa transformación poética nacería más tarde su poemario Epigramas, que no sería publicado sino hasta 1961.
Ese tono clásico no impidió, sin embargo, la exploración de formas novedosas, como se nota en su primer gran poema épico-político: Hora cero, y sobre todo en uno de sus más grandes logros poéticos, inspirado por la muerte de su maestro y amigo entrañable Thomas Merton: Coplas a la muerte de Merton (1970), donde se manifiesta ya la influencia de la novedosa poesía norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, la de la Generación Beat, especialmente la que inaugura Allen Ginsberg con Aullido. Su estructura se compone de fragmentos intercalados, proceso de una larga edición que no respeta el flujo original de la inspiración poética y que discurre a través de imágenes y frases entrecortadas. Su novedad recuerda a la anterior del poema de Octavio Paz, Blanco, publicado en 1966.
SOLENTINAME: EL AMOR DEL RELIGIOSO
Su segunda convicción es el amor. De joven fue un enamorado empedernido y un juerguista melancólico. Sus primeros poemas fueron casi todos dedicados a muchachas que quiso y con las que tuvo alguna relación. Pero de esos poemas terminó abjurando, y para el lector contemporáneo son de difícil acceso. Ese pasado juega las veces de bruma que precede la forma del verdadero amor que lo terminó poseyendo: el amor del religioso, el amor a Dios. El 2 de junio de 1956, según el testimonio escrito en su poema “El telescopio en la noche oscura” (1993), fue el día en que Dios le habló y penetró en su alma. A partir de ese momento su vida fue una avalancha en la que se sucedieron los acontecimientos, uno tras otro, sin pausa alguna.
Al año de su epifanía (de su “primera conversión”, como él mismo la denominaría más tarde) ingresó a la orden trapense en el Monasterio de Our Lady of Gethsemani, en Kentucky, Estados Unidos, donde conoció al que fue su maestro espiritual y el gran amigo de su vida: Thomas Merton. Como consecuencia de ese periodo escribió uno de sus libros más bellos y profundos: Gethsemani, Ky (1960), al que el maestro Sergio Mondragón no duda en llamar “uno de los más hermosos y diáfanos que han sido escritos en letras hispanoamericanas”. Posteriormente se incorporó al Monasterio Benedictino de Cuernavaca, y en 1961 continuó sus estudios de teología en Colombia (donde escribió Salmos, 1964, y Oración por Marilyn Monroe y otros poemas, 1965), ordenándose finalmente como sacerdote en Managua en 1965.
En esa búsqueda de acercamiento a Dios y de apartamiento del mundo, Cardenal fundó una comunidad religiosa en el archipiélago de Solentiname, que con el paso del tiempo fue adquiriendo una dimensión casi mítica. En realidad, lejos de apartarse del mundo, Cardenal se unió más a él. La comunidad se convirtió en un centro cultural y artístico en el que igual se encontraban pescadores y campesinos que pintores, escultores, escritores y, más tarde, guerrilleros. Su alianza con Dios fue una alianza con el mundo de los pobres, de los rebeldes y de los artistas. No obstante, siempre quedó en él un dejo de tristeza por las “muchachas perdidas”. Así lo expresa, sin tapujos, el sacerdote Cardenal en su poema “El telescopio en la noche oscura”: “Mi felicidad fue poca. La soledad es total. / Yo quien un día fui tan romántico enamorado: / abrazar sin brazos, amar sin emociones”.
MARXISTA Y COMUNISTA DECIDIDO
Su tercera convicción es la política. Ése fue un fuego que lo poseyó desde muy joven. Su odio radical al dictador Anastasio Somoza, traidor de Sandino y opresor de Nicaragua, lo hizo participar en un atentado fallido en su contra en el año 1954, el cual le aseguró el destierro. De nuevo, Cardenal utiliza dicha experiencia fundamental para escribir ese poema intenso, épico y vanguardista que es “Hora cero”. Años más tarde, en Canto nacional (1972), la denuncia contra Somoza y su familia de dictadores, así como la agilidad de su poesía épica, adquiere una fuerza definitiva. No obstante, lo que él llamó su “segunda conversión” no hizo su aparición sino hasta 1970, año en que visita Cuba y se convirtió en un marxista y comunista decidido.
Ahora bien, la política no se expresa únicamente en los poemas más eminentemente políticos (los ya mencionados, junto con “Oráculo sobre Managua”, 1973, y “Canto a un país que nace”, 1978), sino se extiende a lo largo de su obra. En el ya mencionado poemario Gethsemani, Ky, la experiencia amorosa e individual del encuentro con Dios se conjuga con la necesidad íntima de la denuncia política. El quinto poema comienza de la siguiente manera: “Ha venido la primavera con su olor a Nicaragua: / un olor a tierra recién llovida, y un olor a calor”; y concluye: “Y en su tierra amada está ahora el dictador embalsamado / mientras que a ti el Amor te ha llevado al destierro”.
En Cardenal, a diferencia de muchos otros autores que cayeron en la tentación panfletaria, la expresión política se construye, en el fondo, sobre un horizonte ético (vinculado a su afinidad religiosa y al pensamiento de la Teología de la Liberación), lo cual lo emparenta con la poesía moral española del Siglo de Oro. Esto se nota muy claramente en unos versos que escribió después del triunfo de la Revolución Sandinista: “Cuando recibís el nombramiento, / el premio, el ascenso, / pensá en los que murieron…”, así como en uno de sus poemas más recientes sobre las tecnologías modernas, en el cual aparece de nuevo la denuncia ética: “Hablas en tu celular / y hablas y hablas / y ríes en tu celular / sin saber cómo se hizo / y menos cómo funciona / pero qué importa eso / lo grave es que no sabes / como yo tampoco sabía / que muchos mueren en el Congo / miles y miles / por ese celular / mueren en el Congo…”.
Consecuente hasta el final con su convicción política, Cardenal participó desde Solentiname con la Revolución Sandinista, a cuyo triunfo, en 1979, pasó a ser ministro de Cultura durante ocho años. En 1994, sin embargo, rompió con el Frente Sandinista de Liberación Nacional por diferencias con la dirección de Daniel Ortega, presidente actual de Nicaragua, con quien hasta ahora ha mantenido una pugna que ha llegado a los tribunales.
EN EL PRINCIPIO NO HABÍA NADA
Finalmente, su cuarta convicción es la ciencia. Su amor por la ciencia recorre, de principio a fin, todos sus poemas, pero es especialmente visible en su Magnum opus, Cántico cósmico, en el cual se conjugan todos los credos de su vida en un solo poema (dividido en 43 cantigas) de alrededor de 600 páginas. Sus primeros versos son una imitación del Génesis traducido a un lenguaje científico-poético (una ciencia poética, la llama él, o bien una poética científica): “En el principio no había nada / ni espacio / ni tiempo. / El universo entero concentrado / en el espacio del núcleo de un átomo, / y antes aún menos, mucho menos que un protón, / y aún menos todavía, un infinitamente denso punto matemático. / Y fue el Big Bang. / La Gran Explosión…”.
Esta deriva es la más notable dentro de su poesía. Rompe de tajo con prácticamente toda la tradición de la poesía moderna, la cual vive, desde sus orígenes románticos, en conflicto con el lenguaje científico y tecnológico.
Poeta abundante, inigualable y, a su pesar, de la escuela de Whitman y Neruda, enorme por la combinación de sus compromisos y la complejidad de su estilo, el más grande poeta nicaragüense desde Rubén Darío, cumplió el 20 de enero 95 años, y este texto fue redactado en forma de un breve homenaje.