¿Qué importancia tiene el primer libro en la obra de un autor? La pregunta no es retórica, en serio trato de pensar en una respuesta. La historia de la literatura nos ha enseñado, por lo menos, que el primer libro que un escritor publica es ante todo una declaración de identidad. Un gesto, por llamarlo de otra manera, en el que éste muestra su estilo, la tradición a la que pertenece o quiere pertenecer y, desde luego, los temas sobre los que pretende reflexionar.
Pienso en José Agustín, por ejemplo, en cuya primera novela, La tumba, ya aparecen varios elementos que caracterizarían a sus libros posteriores: cierta apuesta por la juventud, la música como soundtrack de su narrativa, el recurso de la oralidad. No es el único, por supuesto. Ahí tenemos a escritores tan disímiles como Mario Vargas Llosa y Charles Bukowski, como Ernest Hemingway y Roberto Arlt.
Pero también es verdad que eso no siempre pasa así. Mientras que para unos autores aquel primer libro representa los cimientos en que se sostiene su obra, para otros es una penosa mancha que la afea, la ensucia. Tanto así que se esfuerzan por ocultarlo, borrarlo, desaparecerlo. Es conocido el caso de Bioy Casares, para hablar de un grande, que repudiaba sus primeros libros al punto que prefería no hablar de ellos. Tal vez por eso Julio Cortázar, que sentía lo mismo por su primer libro de poemas firmado como Julio Denis, recomendaba a los escritores jóvenes no publicar, si no estaban seguros de hacerlo.
En cualquier caso, para los lectores, la ópera prima de un autor ofrece la posibilidad de rastrear los orígenes de su obra. Empujados, tal vez, por un libro que nos gustó —pensemos en Cien años de soledad—, vamos en busca de ese libro inicial para comprobar si el genio ya estaba ahí, si los temas y el estilo ya estaban ahí, a punto de hacer ebullición.
Estas ideas, en realidad, se ajustan a Andamos perras, andamos diablas, de Cristina Rivera Garza, pues tras el impacto que dejó en los lectores El invencible verano de Liliana (Random House 2021), es difícil leer este libro sin querer encontrar en sus páginas el origen de la brillantez. ¿La razón? La razón es que se trata del primer libro de la escritora tamaulipeca, el cual ha sido reeditado por Dharma Books.
Publicado originalmente como La guerra no importa (Mortiz, 1991), Andamos perras, andamos diablas es un libro de cuentos que habla sobre el amor. Se trata de siete historias fijadas en un tiempo y en un lugar: la Ciudad de México de los años ochenta. Protagonizados por personajes mujeres, mujeres jóvenes que se conocen en la parada del autobús, que deciden irse sin avisar, que habitan en edificios abandonados, o bien, que se sientan a fumar en vecindades ajenas, los cuentos exploran las otras caras del amor, acaso para desmontar la idea romántica que se tiene de él. En éstos, se plantean situaciones donde las protagonistas —tal vez sin saberlo— se enfrentan a estereotipos de género. La razón, querer ser libres. Son personajes que buscan su lugar en el mundo a través del amor, pero que no están dispuestas a pagar el precio que impone la sociedad.
Así, discretamente, otro tema surge en el libro: la violencia contra las mujeres. En un país en el que asesinan a diez mujeres todos los días, la lectura de estos cuentos escritos en los ochenta se sienten entonces como una premonición, una advertencia de lo que vendría después. Es verdad, en estas historias no ocurre lo peor, lo más fatídico. Sin embargo, ya el peligro ronda por ahí, como una bomba a punto de estallar. “Ayúdame, me vienen persiguiendo unos tipos”.
Otra cosa que llama la atención son los recursos formales a los que Cristina recurre para hablar de estos temas, para contar estas historias. La correspondencia es inevitable. La lectura de estos cuentos hizo que recordara una frase de su novela El mal de la taiga (Tusquets, 2012): “Tomé el caso porque siempre he sentido una debilidad achacosa por formas de escritura que están en desuso”. También que pensara, hasta cierto punto, en su libro de ensayos Los muertos indóciles (Tusquets, 2013), pues aunque ambos textos los escribió después, la carta y la nota de periódico ya juegan en este primer libro un papel fundamental.
Fragmentarios, experimentales, como una autora que está queriendo encontrar su estilo, los relatos también están unidos entre sí, de tal forma que pisan una zona liminal. Son cuentos, pero al leerlos en su conjunto, podrían ser los capítulos de una novela. En El invencible verano de Liliana, la propia Cristina lo llega a mencionar: “eran unidades discretas en sí mismas, estaban entrelazados a través de una trama muy frágil y formaban, eso era a lo que aspiraba yo, una especie de novela titubeante”.
Sin embargo, me parece que para reseñar Andamos perras, andamos diablas es necesario también mencionar el prólogo. En definitiva, creo que este libro no sería el mismo, o no se leería de la misma forma, sin ese texto introductorio en el que Cristina cuenta, entre otras cosas, la historia que rodea la publicación. Titulado como “Ahora mirarás el mundo como lo veo yo”, la autora narra en él un episodio que había olvidado por muchos años. Se trata de la vez que la llamaron a Ciudad de México para una sesión de fotos, hospedándose en el departamento de su hermana en Azcapotzalco, por lo que Liliana Rivera Garza vuelve a aparecer.
“Seguramente nos tendimos sobre su cama para platicar un rato. Seguramente bebimos algo. Al siguiente día, cuando me preparaba para la sesión de fotos a la que me había citado el INBA, le pedí sus anteojos prestados. Lo hice sin pensarlo en realidad, en el fragor del momento, mientras trataba de domar los rizos de mi pelo castaño y me ponía la camisa de hombre, de verticales rayas azules, que solía usar en ocasiones formales. ¿Me los prestarías?, le pregunté, todavía con el cepillo entre las manos. Y ella, sin dudarlo, un poco divertida, se los quitó, esperó a que me quitara los míos, y me los colocó sobre el rostro. Aquí van, me dijo. Ahora mirarás el mundo como lo veo yo”.
Es así que la lectura de Andamos perras, andamos diablas se siente como una extensión de El invencible verano de Liliana. Sobre todo por aquella frase demoledora que leemos después: “Liliana, quien me dejó usar sus anteojos para la fotografía del libro, no llegó a verlo publicado”. En ese sentido, lo pienso ahora, este primer libro que tenemos ante nosotros es, a la vez, un no primer libro. La reedición de estos cuentos, junto con el prólogo, hacen que no sólo se actualicen, que no sólo encuentren nuevos lectores, sino también que retornen desde el pasado para completar el presente de una obra; la de Cristina.
Y seguramente, a esto se debe también el cambio en el título. Cuando yo lo leí, por lo menos, pensé que se trataba de un nuevo libro de Cristina Rivera Garza. Fue al abrirlo que supe que era una reedición de sus primeros cuentos, de manera que a partir de entonces comencé a reflexionar sobre la importancia del primer libro. Porque al final, la duda queda: ¿cuál es, en realidad, el primer libro de Cristina Rivera Garza? ¿O es que, como dice ella, “los libros producen su propia manera de meterse con el tiempo”, de “alterar las cronologías”, de tal forma que no se puede saber? Quizás su primer libro sea, precisamente, La guerra no importa, un libro que en todo caso no reseñé aquí.
Cristina Rivera Garza, Andamos perras, andamos diablas, Dharma Books, 2021, 117 pp.