MÉXICO.- Hay mucho por aprender, compartir y celebrar en el Día Mundial de la Cultura Africana y de los Afrodescendientes, ello implica profundizar en su devenir y derribar mitos, como lo ha hecho el historiador Alfredo Delgado Calderón en su libro El costo de la libertad. De San Lorenzo Cerralvo a Yanga, una historia de largo aliento.
En este título, publicado recientemente por la Secretaría de Cultura federal, a través de la Colección Científica del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), el autor realiza una investigación profunda basada en fuentes documentales de la época para aportar nuevos datos e interpretaciones sobre los cimarrones de Yanga. La obra se presentará el 23 de febrero de 2024, a las 14:00 horas, en la 45 Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería.
El investigador del Centro INAH Veracruz reconstruye esta historia y su época mediante la consulta de los archivos General de la Nación, el municipal y notariales de Córdoba, de Orizaba y de Jalapa, así como el de Indias, en Sevilla, España, y ofrece una nueva visión sobre la historia compleja, polémica y decisiva de las poblaciones africanas y afrodescendientes en México.
La figura del “príncipe” Yanga ha devenido en símbolo y raíz que opaca la historia compleja y contradicto¬ria de generaciones de negros y mulatos que duran¬te muchos años fueron héroes y villanos, víctimas y victimarios, refiere Delgado Calderón.
Pero la reivindicación de Yanga, agrega, es relativamente reciente, puesto que en los expedientes históricos los negros de San Lo¬renzo Cerralvo nunca lo mencionaban como libertador ni hacían alusión a él cuando justificaban que eran un pueblo libre, o cuando defendían sus tierras y derechos concedidos por el virrey Rodrigo Pacheco y Osorio, marqués de Cerral¬vo.
¿Era príncipe africano?, se pregunta el historiador al responder: “solo fray Andrés Pérez de Rivas lo afirmaba, y su aserto fue retomado por Francisco Javier Alegre, y quedó grabado en la memoria colectiva. La ima¬gen de ese Yanga legendario, escapado del trapiche y gue¬rrero formidable, es la que queda en el imaginario social.
“Pero las fuentes de la época, los viejos y amarillentos papeles nos dicen que se llamaba Ñanga, que era ‘un negro de ra¬zón’, ladino y católico, moderado, quizás, estibador del puerto de Veracruz y vaquero de las estancias comarcanas, que por medio siglo buscó la libertad en las abruptas monta¬ñas a cuya vera serpenteaba el río Blanco, hasta que el des¬tino lo alcanzó en 1618”.
No fue el único rebelde, fueron miles de esclavos los que lograron escapar en todo el te¬rritorio novohispano de quienes se consideraban sus dueños, sostiene el investigador, al enlistar algunos nombres: Francisco Angola, Alonso Volador, Juan Cabeza, Joseph Pérez, Joseph Tadeo y Fernando Manuel.
“Muchos otros pagaron con su vida la osadía de buscar su libertad o la lograron cap¬turando a otros esclavos evadidos o a costa de traiciones y en¬gaños, como el negro que entregó a los cabecillas de Omealca. A final de cuentas, no buscaban hacer historia sino simple¬mente sobrevivir o vivir de manera digna”.
El también arqueólogo y antropólogo social apunta que, en sentido estricto, Yanga no fue el fundador del pueblo de cimarrones de San Lorenzo Cerralvo. Su historia y la del cimarronaje en el centro de Veracruz fue mucho más compleja y de largo plazo.
San Lorenzo Cerralvo fue un pueblo de negros libres, formado con esclavos huidos y remontados a las sierras y pantanos, donde se volvieron cimarrones. Fueron varias generacio¬nes de cimarrones y muchas las rancherías que formaron, alentadas por el nuevo camino real que subía de San Juan de Ulúa a México, pasando por Orizaba, trazado a partir de 1573.
El puerto de San Juan de Ulúa, las ciudades de la anti¬gua y nueva Veracruz, y las estancias ganaderas comarcanas fueron el principal origen de aquellos esclavos rebeldes. Esas primeras generaciones de cimarrones no trabajaron como esclavos en el corte de la caña de azúcar ni escaparon del rudo trabajo de los trapiches, sino que eran vaqueros, estiba¬dores, sirvientes, boyeros, arrieros y similares.
Ser cimarrón era una opción más para los esclavos huidos, la mayoría pre¬fería escapar a regiones lejanas y se mimetizaba entre la gran población de negros y mulatos libres: “Hubo rancherías de cimarrones o palenques en toda la Nueva España y, en general, fueron combatidos sin contemplaciones”, finaliza