TIJUANA; BAJA CALIFORNIA.- “Aquí es donde empieza la patria y el muro”, dice Don Miguel, viejo “pollero” retirado de esta actividad y quien recuerda los años donde el negocio de cruzar migrantes era próspero y no tan peligroso como ahora.
Recargado en la barda metálica junto a Playas de Tijuana, se asoma por las rendijas y al fondo aprecia la Base Naval de San Diego, la principal de Estados Unidos en el Pacífico y en donde están apostados centenas de submarinos nucleares, buques de guerra y portaviones.
“A pesar de haber tanto migrante centroamericano en Tijuana en espera de pasar al otro lado, ya es prácticamente imposible cruzarlos. Los gringos vigilan todo, hasta la respiración de este lado del muro”, dijo el ex pollero de 70 años y originario de Michoacán.
Caminar por el muro, desde Playas de Tijuana, pasar por la legendaria Colonia Libertad, es encontrarse con un territorio infranqueable, con torres de vigilancia, video cámaras, detectores de movimiento, luces de alta potencia, camionetas todo terreno y el conocido “mosco”, es decir el helicóptero que sobrevuela la frontera entre Tijuana y San Diego.
Equipada con la tecnología más moderna por aire, mar y tierra la Border Patrol mantiene en jaque a los migrantes que sin documentos intentan cruzar por garitas, valles, ríos, desiertos y montañas hacia Estados Unidos.
El panorama es el mismo desde Playas de Tijuana hasta Reynosa Tamaulipas, en los más de 3 mil 200 kilómetros de frontera que separan a México con Estados Unidos, con algunas excepciones en zonas como Arizona, donde pueden existir algunos tramos sin muro, pero donde el desierto es la aduana, casi siempre con saldos fatales, para los migrantes que se animan a cruzar por ahí.
Amadeo, hondureño de 19 años de edad, espera paciente que caiga la noche para intentar cruzar el doble muro fronterizo por los rumbos de la colonia Libertad. Escucha consejos de organizaciones de protección a migrantes que le advierten el riesgo de hacerlo.
“No tengo opción. Se que me pueden detener, me pueden tirar plomo, que puedo morir. Pero confió en Dios que ello no ocurra. Si regreso a mi barrio en Tegucigalpa de todas formas ya tengo una sentencia de muerte en la frente por parte de las pandillas a las que no me quise sumar. No hay de otra para mí”, dijo el migrante, enfundado en jeans, sudadera negra y unos tenis rotos donde se asoman los dedos de su pie izquierdo.
A unos kilómetros de ahí, en la Garita Otay-San Ysidro, en la frontera más transitada del mundo con alrededor de 50 millones de cruces de personas y 17 millones de vehículos cada año, una hondureña de 23 años, Marla, espera conseguir asilo por parte del gobierno de Donald Trump.
Lleva ya dos meses sobreviviendo en albergues de Tijuana. Hoy fue desalojada de “El Barretal” junto con sus dos hijos, Arcy, niña de dos años y Marlon, de tres. “Confio en Dios en que se nos otorgue la visa por razones humanitarias. En México nos han tratado bien, pero mi meta es trabajar, vivir y que mis hijos se alejen de la pobreza y la violencia”.
Marla, Arcy, Brandon y Amadeo son sólo parte del éxodo de más de 5 mil migrantes centroamericanos que se encuentran varados “donde empieza la patria” y que son atendidos en su mayoría por albergues de organizaciones no gubernamentales y religiosas.
A ellos se sumarán en los próximos días miles de centroamericanos de la tercera caravana migrante que ya ingresó a México por el Suchiate y que avanza hacia Tijuana y otras ciudades fronterizas.