PUEBLA, MÉXICO.- Yo nací en un pueblito lleno de neblina y sumergido en el bosque de la Sierra Norte de Puebla. O bueno, en realidad no. Nací en en la Ciudad de México, en el corazón de la Zona Rosa, pero me registraron como nacido en Huauchinango porque, según mis papás, siempre es mejor ser provinciano. En mi caso, no lo fue.
Si mi papá y mi mamá hubieran sabido todas las frustraciones y humillaciones que pasé durante 35 años; la rabia y la tristeza que he sufrido a lo largo de más de 3 años de juicio, estoy seguro de que jamás me hubieran registrado como poblano.
Para asumir mi identidad de hombre trans, tuvieron que pasar casi 15 años desde mi llegada a la Angelópolis. Me tomó, prácticamente, la mitad de mi vida deshacerme de los miedos y las dudas con las que crecí, y que me educaron dentro de una familia machista en un pueblo conservador.
Cuando la reforma al Código Civil del –entonces– Distrito Federal se publicó, yo pasaba por una etapa de depresión. Estaba perdido y solo. Trabajaba en una oficina pública rodeado de otras 100 personas pero, era como no estar ahí. Ni mi nombre ni mi género me pertenecían y, cada mención, cada documento, cada entrega de uniformes o visita al baño eran para mi dardos cargados de veneno. Uno tras otro por casi diez horas al día, todos los días.
Quince minutos me tomó reconocerme como quien soy ahora y volver a sentir el aire llenando mis pulmones. Ese fue el tiempo que tardé en llenar un formato con mis datos en el Registro Civil Central del DF, entregar mis documentos y salir del edificio con la felicidad de quien se habita por primera vez en plenitud y siente paz ocupando cada uno de sus poros.
Sin embargo, poco me duró la calma porque luego llegaron los días de tramitología en mi natal estado de Puebla, donde la ley es tan anticuada como su catedral. Las dos horas que separan una ciudad de la otra –Ciudad de México-Puebla– son en realidad como dos siglos en cuanto a procesos jurídicos. Con esto quiero decir que en Puebla el trámite administrativo no existe sino, más bien, hay que recurrir a un juicio de rectificación o, como hice yo, hacerlo en DF y solicitar al registro poblano que se apegue a la Constitución –nuestra Constitución actual– para garantizar TODOS nuestros derechos humanos, civiles y políticos. Ésto no ocurrió.
El Registro Civil de Huauchinango se negó a reconocer mi acta y me canalizó al Registro Civil del Estado de Puebla donde sucedieron dos cosas: 1) en dos ocasiones agotaron el plazo legal de respuesta bajo el argumento de solicitar más documentos –probatorios de la nueva identidad– y, una vez que los tuvieron, hicieron mal uso de ellos; 2) me boletinaron en el estado para impedir la asociación de mi CURP e intentaron, mediante un oficio, “criminalizarme” por doble identidad –expresa por mi propia persona–. En cada uno de estos pasos, circularon mis documentos por diferentes oficinas, funcionarios. Me exhibieron en cada turno, me humillaron, me amenazaron y, por supuesto, me infundieron miedo de ser aprehendido o procesado por estar cometiendo un “delito”, hasta que tuve que recurrir a un juicio de amparo.
Por más de 20 años me he dedicado al periodismo y la comunicación social. Al oficio que adopté –porque no es mi profesión– le debo hoy cada paso que he dado en mi transición. Cada persona que conocí desde mi primer día en una redacción y luego en la política, la administración pública y el activismo, ha formado parte de un eslabón que me ha permitido avanzar en el camino. Es un tejido fino de más de dos décadas, pero no todas las personas trans han tenido la misma suerte. Yo soy un privilegiado.
Hace algunos años trabajé para la Comisión de Derechos Humanos del Ayuntamiento y ahí mismo encontré a la persona que me canalizó con un despacho de abogados que tomó mi caso y promovió, sin cobrarme un solo peso, el juicio en contra de seis autoridades del Gobierno del Estado.
Después de varios meses de prácticas dilatorias de las autoridades denunciadas, un tribunal estatal me concedió el amparo (Art. 121 fracc. IV, CPEUM). Pero el Registro Civil interpuso un recurso de revisión en contra de la sentencia y el caso se turnó entonces a un tribunal colegiado civil que hasta agotar el plazo se declaró incompetente y lo turnó a un tribunal administrativo que hizo lo mismo para enviarlo a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, quien resolvió devolvérselo a éste último. 2 años después, obtuve una sentencia definitiva a mi favor –la primera en el estado de Puebla para un caso de este tipo–. Diez meses después de esta sentencia, el Gobierno del Estado no ha cumplido el mandato judicial en su totalidad.
Mi juicio fue gratuito en términos monetarios, sí, pero en términos emocionales, sociales, laborales, económicos, de salud y hasta ciudadanos, el costo ha sido altísimo. Durante tres años mi vida personal ha sido expuesta; han intentado humillarme, criminalizarme; han minado mi tranquilidad, mis lazos afectivos; y han truncado algunos de mis proyectos personales que requerían de la conclusión de ese trámite para poder llevarse a cabo. Hoy, en 31 estados de la República –e incluso en Estados Unidos, gracias a la visa– yo soy Tuss Demian. Mas en Puebla, el estado en que “nací”, en el que he pasado toda mi vida, en el que me he formado y al que he contribuido –en muchas maneras– soy dos personas distintas con distintas propiedades, con distinto número de seguridad social y, por ende, con distinto historial médico, con registros laborales diferentes y un gran etcétera que no podría –ni quiero– enlistar. Tres años viviendo en un limbo jurídico peleando por un derecho humano tan básico como lo es el derecho a la identidad.
Aun teniendo el amparo de un tribunal –o dos, en el sentido más estricto–, ¿de cuántas cosas me ha privado la idiosincrasia de un grupillo conservador que ostenta el poder? ¿A cuánto asciende la reparación de los daños que me han provocado? ¿Cómo se miden? ¿Cómo se cuantifican todas éstas pérdidas intangibles? ¿De qué sirve entonces seguir las reglas del Estado para tener acceso a la justicia?
DISCRIMINACIÓN Y EXCLUSIÓN SOCIA
Las personas trans, sobre todo las mujeres, sufrimos cotidianamente situaciones de discriminación y exclusión social. ¿Cuántos de nosotros tenemos un trabajo que nos permita pagar los honorarios de un abogado durante tres años además de los gastos propios de un proceso jurídico tan largo? ¿Cuántos de nosotros tenemos el temple, la fortaleza y los recursos para resistir tres años de transfobia institucional? Y sobre todo: ¿por qué?
Someternos a este tipo de juicios es una forma de violentarnos desde las instituciones que deberían resguardar nuestra integridad en el sentido más amplio. Más allá de las convicciones religiosas personales de quienes ocupan los cargos de poder, ¿qué sentido tiene para el Estado mantenernos en condiciones de marginación?
Un trámite administrativo –como en DF– podría dignificar –y la dignidad es un derecho humano y constitucional– la vida de una persona trans en tan sólo 15 minutos. Si los Congresos y autoridades estatales no tienen la voluntad política toca, entonces, al máximo tribunal del país, la SCJN, garantizar el respeto total de cada uno de nuestros derechos como personas: la auto determinación, el libre desarrollo de la personalidad, la integridad corporal, la libertad, la dignidad, la intimidad, la salud, el empleo, la educación, la participación política-ciudadana, ¡la justicia!
Y no lo digo yo; lo dicen la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el Sistema Universal de las Naciones Unidas, el Sistema Interamericano de la Organización de Estados Americanos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, el Pacto de San José y la Corte Interamericana de los Derechos Humanos en su último llamado –enero 2018– a los países de la Convención Americana para “adecuar sus leyes para el reconocimiento de la identidad sexogenérica.
La vida de las personas trans es demasiado corta como para perderla en los tribunales. Cientos de nosotros morimos esperando algún día ser nombrados; somos los desconocidos a quienes se arrebata la dignidad y se asesina desde los escritorios.
¿Cuándo va a reparar el Estado la deuda histórica que tiene con nuestras poblaciones y nuestro derecho a ser? ¿Cuánto tiempo más esperaremos la justicia que nos permita existir #SinJuiciosNiPrejuicios?
No deberían ser más de 15 minutos.