Fotografía: MagalyHerrera

El día que nadie debió morir

En ESPECIALES Magaly Herrrera

ATZALA, PUEBLA.- “El Señor es compasivo y misericordioso”, reza una manta que aún se sostiene en el altar de una iglesia de la Mixteca poblana donde murieron sepultados 12 feligreses mientras celebraban un bautizo el día del terremoto.

En Atzala, uno de los tres municipios más pequeños del estado de Puebla, en el centro de México, donde los mil 300 habitantes viven los días en calma -cortando caña, parloteando en las esquinas-  un repique de campanas causó extrañeza.

“Salí de mi casa para saber por qué estaban llamando a misa y vi a unos niños jugando en el parque. Mis vecinos vestían de fiesta y cargaban a la bebé con un ropón blanco. Se me hizo raro que la bautizaran en martes y no esperaran otro fin de semana para hacer la fiesta”, cuenta Mónica Ríos, propietaria de una tienda de regalos ubicada en contraesquina del zócalo.

Ismael y Manuela quisieron que el martes 19 de septiembre se bautizara a la pequeña Elideth, de apenas tres meses de edad, un acontecimiento que rompió con la tradición de las fiestas que ocurren sólo en fin de semana: largas, concurridas y armoniosas.

También fue atípico llamar a Sergio, el cohetero del pueblo que truena pólvora cuando concluye la eucaristía y que anuncia una gran celebración.

EL PADRE QUE HUYÓ

El sacerdote Néstor Cuautle llegó puntual para celebrar la ceremonia de la una de la tarde y todos entraron a la iglesia. Eran 17 las personas que esperaban la primera lectura de un pasaje bíblico cuando la imagen de Santiago Apostol, encumbrada en el altar mayor, se desprendió del respaldo con un temblor que cimbró de forma violenta todo el centro de México, al alcanzar una magnitud de 7.1 en escala de Richter.

La iglesia construida en el siglo XVII colapsó. Bajo los escombros quedaron sin vida 12 personas, cuatro de ellos niños. Además cuatro personas fueron rescatadas con vida y se recuperan en distintos hospitales del estado.

El padre Néstor resultó ileso y salió por su propio pie de la iglesia, atravesó a prisa el parque donde minutos antes las dos familias sepultadas dejaban correr el tiempo.

“Parecía que huía (el religioso). Venía corriendo y el polvo de la iglesia todavía no dejaba ver qué había sucedido cuando él abordó su coche y se fue”, relata Mónica, la despachadora de la tienda de regalos que presenció la tragedia que ha dejado en cada esquina vecinos en llanto, solidarizados en abrazos mientras los víveres no dejan de llegar.

Fue difícil conocer el nombre del sacerdote porque hace mes y medio recién había llegado a oficiar misas al pueblo de Atzala. Vecinos, deudos y voluntarios no pudieron nombrarlo de otro modo que como “el padre que huyó”.

“Estábamos muy asustados, y como pudimos corrimos a la iglesia. No podíamos acercarnos porque los muros se seguían cayendo y no sabíamos si todo se iba a derrumbar. A lo lejos se escuchaba que niños y gente lloraba y yo comencé a llorar con ellos”, recuerda Ruth, quien atravesó el parque con su hijo en el momento del temblor.

Minutos después comenzaron a llegar los vecinos y todavía escuchaban ruidos bajo los escombros. Lograron rescatar con vida a dos vecinas que fueron llevadas inmediatamente a su casa, y que un día después los médicos trasladaron a un hospital con fracturas en los brazos. María de Jesús, una joven de 21 años e Ismael Escamilla, padre de Elideth, también fueron rescatados con vida entre los ruinas, pero su estado de salud es reservada.

Fotografía: Magaly Herrera

PERDER TODO

Graciano Villanueva perdió todo en el templo.  A su esposa Carmen, a sus hijas Feliciana y Susana, a su yerno Florencio, a su consuegra Fidelia, a sus dos nietos, Samuel y Azucena, de 3 y 4 años de edad y a su concuña Aurelia. Su familia apadrinaba los festejos.

La pequeña Elideth y su hermana María de 7 años, también perdieron la vida junto a su madre Manuela y su abuela Fidelia.

A Facundo Flores también lo salvó el campo. Por ser un martes atípico para las fiestas, tampoco  fue a misa y salvó su vida, pero su esposa Aurelia, su madre Fidelia y su hermano Florencio no corrieron con la misma suerte. La única esperanza está en esperar la recuperación de su hija María de Jesús que aún no sabe si estará de regreso viva.

DORMIR POCO Y LLORAR MUCHO

La ayuda para el pueblo de Atzala no cesa. Los víveres, para un albergue que deben habitar por lo menos 20 familias que tienen su casa a punto de derrumbarse, son suficientes por ahora, dicen los voluntarios que han dormido poco y llorado mucho por sus vecinos muertos.

Jóvenes, ancianos y adultos no dejan de llorar en las esquinas por los niños que faltaron a la escuela para ir a una fiesta martes, por los vecinos que vieron en cualquier día de la semana un momento adecuado para llevar a bendecir a su hija, para los padrinos solidarios que abandonaron el campo para sellar el sacramento de su ahijada.

“Era martes, la iglesia debía de estar vacía y ese día nadie debió morir”, reprocha Juana en su dolencia, mientras mira los ataúdes que guardan a su madre Carmen, a sus hermanas Feliciana y Susana, a su cuñado Florencio y  a sus sobrinos Samuel y Azucena. Solloza, suelta una plegaria y suplica a los vecinos no faltar al novenario.

Ahí en el funeral, en el albergue y en las calles la gente llora, recuerdan cada segundo del terremoto entre lágrimas que caen sobre sus mejillas al ritmo de las gotas de sudor que les provoca el calor tenaz de la Mixteca.

La reconstrucción, les dicen las autoridades, “comenzará pronto y no estarán solos”.

Los voluntarios se aprestan a preguntar qué necesitan para surtir cuanto antes sus peticiones, pero ellos, vecinos y deudos, observan los vehículos cargados de ayuda y absortos repiten una y otra vez, mientras observan los 11 féretros de sus muertos: plegarías, señores, muchas plegarias, veladoras y flores, porque aquí lo único que tenemos es mucho dolor.

Fotografía: Magaly Herrera

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