PUEBLA, MÉXICO.- “Cae la noche y amanece en París, en el día en que todo ocurrió, como un sueño de locos sin fin, la fortuna se ha reído de ti”, canta un muy poco entonado joven en uno de los restaurantes del portal Morelos del zócalo de la ciudad de Puebla.
Teclado, atril y micrófono completan el equipo del trovador que se desgañita frente a mesas y sillas vacías, a quienes además ofrece un pequeño espectáculo de vaivenes y movimientos con las manos. La hostess hace malabares y emplea el mejor y más fluido de los discursos para tratar de convencer a las personas a sentarse y ordenar algo del menú.
En ese mismo portal algunos otros establecimientos tienen la suerte de contar con uno o dos comensales, quienes son observados con curiosidad por algunos peatones, quizás con envidia, quizás con reproche.
Es esa mirada incierta la que habita en los transeúntes del primer cuadro de la ciudad, quienes caminan entre algunos negocios cerrados y otros abiertos, comprobación de que los días dejaron de ser los de antes, que lo común ahora es la sonrisa a medias de quienes a las puertas de algunos establecimientos, ataviados con cubreboca, guantes y gafas, ofrecen un chorrito de desinfectante para reducir el riesgo de contagio por Covid-19.
SI NO SALIMOS NO COMEMOS
A poco más de una semana de declarada emergencia sanitaria en México, algunos vendedores de globos y juguetes, músicos, fotógrafos, ambulantes y boleros del zócalo de Puebla se ven unos a otros como si buscaran respuesta a las pocas o nulas ventas, quizás acordando entre pestañeos la decisión más difícil para ellos: no salir a vender.
―El problema ―dice doña Marina, comerciante de juguetes desde hace 10 años y cuyo oficio comparte con el resto de su familia― es que es mi único ingreso. Si no trabajo no hay dinero, y sin dinero pues no comemos.
Frente a la fuente de San Miguel, uno de los puntos favoritos de los turistas donde cientos de disparos de cámaras fotográficas se registran al día, un joven de chaleco y sombrero camina entre caballitos de peluche, elementos de una escenografía que emplea para convencer a los visitantes de tomarles una instantánea a sus hijos. Hoy su Polaroid está muda de clicks.
―Ahí está mi compañero, no ha tomado ni una sola foto hoy ―señala Marina con la mirada y levantando las cejas ―, y eso que hoy hay más gente. Hay días en los que está muerto.
Un vendedor de juguetes hace sonar una matraca, musicalizando la puesta en escena de tres niños que, despojados de zapatos, corren hacia una de las fuentes que se encuentran entre la catedral y el zócalo. El espectáculo, observado por las pocas personas que pasean, adquiere notoriedad. Los niños ríen, gritan, se mojan, guardan agua entre sus manos y se la arrojan. Una mujer, recargada en un árbol, les pide tener cuidado porque pueden resbalarse. Los pequeños regresan con ella tiritando pero felices, gozando la travesura.
―A ver si no se enferman ―le dice una señora a su amiga.
―A ver si no ―responde con enfado.
Las horas avanzan en el zócalo de la ciudad, uno de los lugares que mayor flujo de personas registra en Puebla y que ha visto transformada su estampa cotidiana. Ahí donde las parejas se sentaban a platicar o comer un helado, ahora se observan personas durmiendo; ahí donde los niños perseguían burbujas de jabón, ahora algunas personas caminan observando si llevas algo en la mano, con mirada de lince y movimientos amenazantes; ahí donde podías lustrar los zapatos, ahora se sienta la ausencia, cliente frecuente en estos días de cuarentena.
SEGUIMOS PAGANDO RENTA
―Poquitas ventas. Mire, ahorita ya no traigo mucha masa. ¿Para qué? Ni vendo y nomás se me echa a perder todo ―confiesa con enojo la jefa de La Pequeña, uno de los tres locales emblemáticos de molotes, que a un costado de la catedral y a unas puertas del Congreso del Estado y de las oficinas de la Dirección Estatal del PRI, ha ganado prestigio hasta convertirse en referente de la gastronomía de Puebla.
Ahí, en ese local, ha desaparecido el olor característico de la masa en aceite, de la crema y las salsas. Ni la empleada que desde la banqueta invita a probar molotes y tacos consigue atraer clientes.
―Dicen que en zócalo hay gente pero aquí ya no llega nada. Pero las autoridades no nos han dicho nada, por eso no cerramos, y porque quién quita que pueda vender algo.
En ese pequeño local se distingue una botella de lo que parece un gel antibacterial, que sobresale de entre todo lo que se encuentra en la vitrina, que es casi nada porque todo se encuentra en el refrigerador ante el riesgo de que se descomponga la mercancía, “y va a salir peor porque en lugar de ganar vamos a perder”.
―Pero hay que seguir acá porque la renta no perdona. A nosotros nos siguen cobrando. Yo digo, por ejemplo, que las autoridades deberían echarnos la mano con el gas, con la luz. No digo que nos la regalen sino que nos permitan pagarla después pero que no nos la corten, porque si no cómo trabajamos, cómo vivimos.
El reclamo lo hace mientras prepara un molote, más por la costumbre que por venderlo.
―Y no se ve para cuándo mejore. Imagínese, dicen que para emparejarnos económicamente va a ser hasta diciembre. ¿Y nosotros?
Desde los pocos metros cuadrados del local, dice que lo que les ha afectado a la par de la poca gente es la sensación de inseguridad.
―A partir de las seis o siete (de la noche) se pone feo. La verdad es que el ambiente se siente pesado. No pasan personas y todo se ve solo. Ya como a esa hora cierro y me voy. Yo que tengo la posibilidad de tomar un taxi lo hago, pero mientras pasamos para las calles veo a jovencitas caminando todas espantadas. Que Dios las acompañe, la verdad.
Ante la crisis desatada por el covid-19, y la decisión de detener diversas actividades comerciales, muchos establecimientos y personas dedicadas al comercio en pequeño optan por abrir, sabedores de los peligros a los que se enfrentan pero también, como muchos de ellos aseguran, si no salen a vender dejan de comer sus familias.
Sin embargo, la tendencia indica que en un par de semanas deberán cerrar y quedar a merced de los cobros de renta y servicios, a la espera de tiempos mejores y cruzando los dedos para que no sean arrastrados ni por el virus ni por el parón económico.
Las calles aledañas al zócalo empiezan a vaciarse, a quedar en silencio y grises. Una pareja camina abrazada frente a las oficinas del Servicio Postal. A su lado un vendedor de flores que los observa mientras pasan de largo rumbo a una calle solitaria.