¿Qué quieres que haga? Yo no te lo busqué”: escenas de violencia familiar

  • Escrito por  Shanik David
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Puebla.-Gabriela recuerda el momento en el que empezó el espiral de violencia de su vida. A los 17 años, después de hacer muchos planes con su novio decidieron casarse; el acuerdo era que los seguirían sus estudios. Poco le duró promesa.

A los tres días de la boda comenzaron los insultos, las groserías.

A las pocas semanas la actitud de él cambió. “¿Para qué quieres estudiar? Ya estás conmigo, no tienes necesidad, mejor quédate en casa”, le decía él en los momentos en los que dejaba de gritarle.

Y entonces quedó embarazada, sus planes se cancelaron.

Después del nacimiento de su hija comenzaron los golpes, cada vez más constantes, cada vez más fuertes, pero aunque buscaba ayuda se dio cuenta que estaba sola.

“Ay, mija, ¿qué quieres que haga? Yo no te lo busqué, tu lo escogiste, ahora te aguantas”. Esa fue la respuesta de su madre cuando le pidió auxilio.

“Lejos de sentirte apoyada te sientes humillada y doblemente victimizada” recuerda Gabriela, aunque sin rencor, sabe que no es una cuestión personal de su madre, sino el peso de la sociedad, de años de tradición, que es la misma que “te va llevando a ese laberinto, que crees que es normal que te pegue y callas, y hasta miedo tienes de levantar la voz”.

Así pasaron 20 años....

 

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“Él era militar y boxeador, así que sabía cómo golpear” comentó Gabriela al recordar la primera vez que acudió a pedir ayuda.

Antes de dormir, sin que ella se diera cuenta, él puso el despertador a las 3 de la mañana. Al sonar, como todos los días ella se paró de la cama y le ofreció ponerle el desayuno, pero él con voz tranquila le dijo que volviera a la cama.

Una vez acostada se le echó encima, primero la envolvió con la cobija, de manera que no pudiera moverse; entonces comenzó a golpearla mientras le gritaba que había llegado a casa y ella no estaba. “Ya no sentía lo duro, sino lo tupido”.

Como pudo logró huir de casa y se subió al primer taxi que encontró, el conductor se apiadó de ella y la llevó a la oficina del Ministerio Público más cercana.

Ahí quiso presentar su denuncia pero le dijeron que fuera de la nariz desangrada no tenía golpes visibles, no tenía heridas ni moretones, por lo que no había elementos para una denuncia penal, por lo que le recomendaron presentar una constancia de hechos. Al cabo de los años acumuló cinco de éstas sin que sirvieran de algo.

“Te hacen sentir que estas mal, además uno no es adivino ni sabe cómo funcionan estas cosas, ¿qué quieren, que llegues con el hígado salido para que te hagan caso?”, lamenta.

Al día siguiente, ya sola, se revisó. No se veía nada, su piel estaba lisa, la sabana recibió todos los impactos. Aún así tardó dos semanas en recuperarse, le dolían las costillas, las piernas, los brazos, el pecho, pero ante la poca ayuda ella sola se medicó.

 

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Los gritos que daba en casa cuando él la golpeaba no tenían efecto. Él no paraba, nadie llegaba a ayudarla. Así la violencia dejó de ser privada.

De pronto en la calle se enojaba y la golpeaba.

En reuniones familiares, fuera con su familia o la de él, el maltrato, físico y verbal, se volvió tan común que nadie metía las manos.

“Si yo viera algo así, que le pegan a una mujer, yo si haría algo, no se puede permitir esa violencia, pero nadie ayudaba, y me hacían sentir que yo era la que estaba mal”.

Un día al regreso de una de las reuniones familiares, ya en casa y en privado, le volvió a pegar -las razones al paso de los años se vuelven una neblina, cualquier cosa era suficiente para encender su ira-, y le dejó un ojo morado.

A la mañana siguiente volvió una vez más al Ministerio Público donde le dijeron que debió haber ido en el momento, y explicó que el ataque se dio en la madrugada y que en una ocasión previa le habían dicho que a esas horas no había gente; analizaron el caso y determinaron que ahí no era la instancia para recibir su denuncia. Pasó el día de oficina a oficina, arrastrando a su segundo hijo con ella.

 

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“Para él una mujer que sale de su casa a trabajar es una mujer que se sale a vender”, de manera que Gabriela tenía prohibido trabajar pese a las carencias que pasaban.

Pero, por fortuna, por su carrera militar su esposo tenía que ausentarse tres meses a la vez; antes de irse le dejaba el dinero exacto para pagar el alimento de sus cuatro hijos y la casa “si te doy más quién sabe en qué te lo vas a gastar”.

En esos meses de libertad aprovechaba para buscar algún trabajo, ya fuera en una maquila, en una tienda, cosas sencillas pues sabía que sólo era temporal, porque a penas él regresara tendría que renunciar.

“El dinero que me dejaba no era suficiente, si uno de los niños se enfermaba necesitaba más, por eso a escondidas buscaba en qué trabajar”.

 

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Pasaron 20 años, numerosas golpizas, incontables visitas a ministerios públicos y un sentimiento de soledad, de creerse que no habría salida se aferraba de ella.

Un día, en uno de sus arranques ya comunes, su esposo la golpeó y la aventó contra la pared, ella sintió el impacto en su espalda y pensó “¡ahora!”.

Cuando puso salió de casa, a espalda de él ya había ubicado el Centro de Justicia para Mujeres; llegó de inmediato, pidió ayuda, narró todo lo que le había pasado y la pasaron al albergue de víctimas.

Ahí, durante la revisión la doctora le informó que si el golpe que recibió en la espalda hubiera sido más fuerte hubiera quedado paralítica o parapléjica, pues se lesionó la vertebra de la columna.

“Cuando dijo eso fue la primera vez después de 20 años que sentí que alguien me entendía”.

De ese día han pasado 10 meses, hoy Gabriela dice haber recuperado la confianza, sentirse completa aunque sabe que hay mucho que trabajar.

Sus hijos, una joven de 22 años y los varones de 17, 6 y 4 años han entendido por qué denunció a su padre, quien después de dos décadas al fin fue procesado por golpearla.

“A mi hija le expliqué que tuve que proceder en contra de su papá porque era necesario cerrar el espiral de violencia, porque si yo no hacía nada ella iba a crecer creyendo que es normal que le peguen y no quiero eso para ella. Y a mi hijo, el más grande, le he dicho lo mismo, que así como no quiero una hija sumisa no quiero que él crezca para ser un golpeador de mujeres”.

Por sus hijos mantiene contacto con su esposo, y contrario a lo que pensó que podría pasar él tomó todo de manera civilizada, se ven por los niños, conviven y platican sin problema; “de haber sabido que no me iba a pegar o hacer algo por denunciarlo lo hubiera hecho desde el primer año”, bromea Gabriela.

Sin embargo no todo va bien; por los dos niños más pequeños se encuentra en un proceso de pensión alimenticia, y dado que esto le toma mucho tiempo no ha podido conseguir un trabajo fijo, por lo que vende todo lo que pueda por catalogo.

Además, los 20 años de tensión le dejaron deficiencia en las plaquetas y diabetes, pero no pierde la esperanza, “una cosa a la vez, primero hay que cerrar este ciclo y después pudo comenzar a reconstruir mi vida”.

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