¿Quién tiene dientes y quién no?

En COLUMNAS Yussel Dardón

Los límites de la cordura son los excesos de lo humano, del conjunto de posibilidades que permiten encontrar un par de calcetines completo en el cajón, o un pantalón sin manchas de orina, o compañeros de viaje sin caspa, con aliento a muela picada o adictos a los antiácidos… Al menos eso hemos aprendido de las frases que guardan en su interior las galletas de la suerte, piedras de la filosofía de sobremesa.

Son los excesos los que definen a la sociedad, que la encausan o encuadran hasta la derrota, que es a su vez una extraña forma de victoria.

Así lo entendió Hunther S Thompson, el hombre que puso a pique el concepto de objetividad tras la publicación de Ángeles del infierno (1967), crónica de la banda de motociclistas que trazó la imagen violenta de los Estados Unidos en los años del “amor y paz”, y al que le siguieron otras perlas del llamado periodismo gonzo, entre ellas el célebre testimonio Miedo y asco en Las Vegas (1971), llevado a la pantalla grande por Terry Gilliam.

El exceso y el delirio fueron dos de las características principales de la producción de Thompson, tal y como lo refleja en La maldición de Lono, publicado en 2015 por la editorial Sexto Piso en colaboración con la Universidad Autónoma de Nuevo León, un libro que hace las veces de cuaderno de aventuras —una de las últimas — que narra las peripecias del también autor de La gran caza del tiburón.

En 1980 un “cansado” Hunther S. Thompson recibe la invitación de la revista Running para cubrir el maratón de Honolulú, carrera demencial en la que participan cerca de 10 mil personas. Él, a su vez, convence a su compinche de mil batallas, el ilustrador Ralph Steadman y ambos aceptan el trabajo que en un principio supone sería “como tomar vacaciones pagadas”, incluso diseña una estrategia para realizar un papel destacable en la competencia y ganarla, por qué no.

Sin embargo, nada resulta como se planea y todo se enrarece desde el momento en que Thompson aborda el avión rumbo a una isla cuyos habitantes parecen ser personajes de una maldición.

“¿Por qué tuvimos que venir a lo que antes se llamaba ‘islas Sandwich’ para soportar una especie de ceremonia de lerdos donde ocho mil ricos se torturan a sí mismos en las calles de Honolulú y lo llaman deporte?”, reflexiona Thompson. Y la respuesta es la misma que subyace en todos los proyectos del periodista gonzo: el Fata Morgana.

Entrelazando la historia del capitán Cook, conquistador británico a quien los nativos le atribuyeron la encarnación de Lono, Thompson llega a la orilla del frenesí proclamándose “dios de los excesos”.

Como en todo libro de Thompson en éste destacan un conjunto de perlas, frases y párrafos enteros que apuntalan la obra del desenfreno pero que también nos acercan a la reflexión, a la mirada puesta en la melancolía, el motor que hace que funcione La maldición de Lono.

En uno de esos apuntes puede leerse: “El periodismo es un boleto para una atracción, para sumergirse en persona en las mismas noticias que otros ven por la tele… y está bien, pero no paga el alquiler, y los que no puedan pagar el alquiler en los ochenta la van a pasar mal. Ésta es una década muy jodida, un brutal trituramiento darwiniano, y no será una época agradable para los autónomos”.

Entonces, ¿qué esperar de este trabajo? El periodista gonzo responde:

“… no hay dinero en el periodismo. Pero hay acción. Y volverse adicto a la acción es muy fácil”.

Es bien cierto que La maldición de Lono palidece ante sus trabajos anteriores, pero creo que ahí es donde el libro encuentra su valía ya que refleja el periodo posterior a la fama, y lo aproxima a la desesperación de vivir siendo un personaje del que no puede escapar, el mismo que a los 67 años le hizo dispararse en la cabeza para desaparecer “en el océano con la elegancia atávica de un mamífero que por fin hubiera recordado cuál era el sitio donde verdaderamente quería estar”.

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